Lo que empiezo a relatar en este pequeño apéndice literario ocurrió delante de mis sobresalientes narices hace no excesivas fechas. Digamos que todo tuvo lugar en uno de esos templos levantados a mayor gloria de la célere ingesta calórica, del manducar desaforado y del gusto culinario discutible. En una carta luminosa colocada sobre la barra del establecimiento, una pléyade de hamburguesas colosales, a cada cual más ciclópea, diferentes tipologías de patatas fritas y de refrescos de todos los colores competían por cumplimentar una oferta gastronómica que se desparramaba en opciones de menú catalogadas con nombres, al parecer, sólo practicables por oriundos de Alabama. Quien se encontraba delante de mí en la cola formada para hacer los pedidos, optó por uno de los engendros cárnicos engomados entre varios panes que se desbordaba por todos sus flancos. Aquello era lo más parecido a una montaña. Pese a ello, la clienta no dudó en despotricar con cierta saña contra el restaurante en cuestión. A su juicio, aquel despropósito de bocadillo no cumplía con las especificaciones de tamaño que se veían en las imágenes. Vamos, que la criatura temía quedarse famélica si sólo engullía aquello. Yo, con mi triste ensalada entre manos, sólo pude pensar en lo difícil que será ser vaca en Reading, Pennsylvania.