Esto que voy a contar con motivo de la celebración del 8 de marzo es verdad, sucedió hace ya unos cuantos años y, aunque quizá pasó desapercibido para muchos de los que estaban presentes en aquel momento, a mi no se me ha borrado de la memoria. Daré la menor información posible para no dar pistas y porque aquí lo importante no es tanto el caso concreto como su carácter de ejemplo de lo que pasa en muchos ámbitos de nuestra sociedad, en unos bastante más que en otros. Una importante entidad fichó para ocupar un puesto directivo a una exalto cargo (pero muy alto) de una administración, una mujer que antes de entrar de lleno en la política había desempeñado labores de gestión en el sector público, también bastante arriba, y cuya formación universitaria se complementaba con el conocimiento de varios idiomas. El día al que me refiero asistí a un acto convocado por dicha entidad y la manera en la que uno de los presentes se dirigió a ella delante de todo el mundo me impresionó casi tanto como el sentimiento de humillación que creí leer en sus ojos. En ese momento comprendí lo que debe significar que te digan sin palabras que no importa lo que hagas, lo que te lo hayas currado, que siempre serás inferior, y sentí rabia.