En esa eternidad de tiempo que puedes llegar a pasar como peatón en los semáforos de la plaza Lovaina, a veces ocurren cosas maravillosas. Por ejemplo, ese niño, en charla con su padre, que un buen día, para pasmo de todos los que estábamos alrededor, le dijo a su progenitor: “Vale, ya lo entiendo, entonces es como el viento, que no se ve pero está”. Vaya usted a saber de qué estaban hablando, pero aquello fue muy grande. Hubo hasta algún amago de aplauso. A veces, en muchos ámbitos de esta vida que nos ha tocado transitar, hay quien nos pide, sin nada de inocencia por cierto, que hagamos actos de fe, que confiemos, que vayamos juntos como hermanos hacia algo que no podemos ver pero que nos aseguran que está o llegará. Al principio, caemos en esos cantos de sirena que concluyen en una decepción más o menos importante, puesto que en raras ocasiones lo que se nos promete termina convirtiéndose en una realidad palpable. Luego, con el tiempo, nos hacemos más resistentes, aunque haya ocasiones en las que, como nos pasa con la política, tengamos la memoria corta y a los nuestros les podamos perdonar de todo. Nos olvidamos de ser como Santo Tomás. Y eso nos cuesta unos cuantos disgustos y que nos cuelen más de una y de dos.