Mi abuela tiene 92 años. Lleva tiempo recibiendo con puntualidad británica la anual carta del Ministerio de Empleo anunciándole, tatatachán, la revalorización de su pensión de jubilación un 0,25%. Su primera reacción fue algo así como “soy vieja pero no tonta”. Me acordé tanto de esta conversación hace unas semanas, cuando la ministra de Empleo se marcó aquella innecesaria y presuntuosa intervención ante la comisión del Pacto de Toledo jactándose de que en los últimos diez años las pensiones han mantenido su poder adquisitivo. Se han revalorizado el 0,03%, dijo. La ministra casi venía a apostillar unas declaraciones de Celia Villalobos, presidenta de la mencionada comisión, que hicieron las delicias de los tuiteros más afilados: “Hay ya un número importante de pensionistas que está más tiempo en pasivo, es decir, cobrando la pensión, que en activo, trabajando”. Reflexión que coronó afirmando: “Yo me quiero jubilar con 80 años. Tengo 68 y estoy divina de la muerte”. Pero no nos quedemos mirando al dedo en lugar de a la luna. La cuestión está en si nos creemos o no que un sistema digno y justo de pensiones es un pilar fundamental del Estado de Bienestar, en asegurar su sostenibilidad y financiación. Y son ellos, los actuales jubilados, los que han cogido la bandera. Por ellos y por todos.
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