no me gusta utilizar estas líneas para meterme en política porque no creo tener una autoridad especial, porque no quiero pontificar ni exponerme, y porque a lo mejor mañana cambio de opinión, y me reservo el derecho a hacerlo con la libertad que da ser dueño de mis silencios. Sin embargo, hoy me gustaría desahogarme un poco. De unos años a esta parte, las distintas sensibilidades vascas han optado por hacer política, quizá porque como por fin vivimos más o menos tranquilos ahora toca pintar la casa, y aunque se mantiene cierta tensión (los parlamentos se crearon para discutir) sí es cierto que todo el mundo está haciendo un esfuerzo para decidir juntos el color de las paredes. Para ello, Bildu asume, por imperativo legal y de manera transitoria, el marco de la sacrosanta Constitución Española; el PP no quiere cambiar nada pero tampoco aboga por dinamitar lo que ya hay, y los demás, zintzo-zintzo, venden posibilismo y buen rollo desde sus legítimas posiciones. Y en estas aparece un tío con una lata de gasolina dispuesto a vaciárnosla encima y echar una cerilla. Cautivo y desarmado el independentismo catalán (y humillado), entiendo que el héroe de la película se sienta tentado de rodar aquí la secuela, pero debería medir las consecuencias de sus palabras.