entre alertas de todos los colores, partes pormenorizados de previsiones y vaticinios basados en modelos del copetín, la meteorología ha logrado hacerse un hueco en nuestras vidas. Desde que eso ocurre, ya no vale con asomar el pescuezo por la ventana para comprobar si la baremación termométrica aconseja ponerse calzas o ir a lo suelto. Ahora, las circunstancias imponen otros usos y costumbres, como no salir de casa sin haber diseccionado al milímetro los informes de al menos tres agencias meteorológicas especializadas, como echar un vistazo al barómetro por si las moscas dejan de volar o como proveerse de cadenas, de esquíes y de ropa interior con tres capas de franela y un recubrimiento térmico para aguantar el Armagedón. Llegados a este punto, les ruego que me permitan la ironía, pero es que me da la impresión de que la profusión de información meteorológica está provocando inconscientemente, además de la creación de un ejército de especialistas capacitados para sentar cátedra sobre el tiempo en las mejores tascas, el nacimiento de una nueva subespecie humana, el Homo meteorologicus, incapaz de determinar por sí mismo si lo que hay sobre su cabeza son nubes o una pista que avisa de que el cielo empieza a derrumbarse sobre el planeta.