Mi modesto bagage de lecturas de novela negra y horas de series y películas rollo thriller, investigación criminal o intriga política no dan ni de lejos para aventurar por dónde saldrán las alambicadas mentes que escriben este guion. Confieso que no acabo de decidir si Carles Puigdemont es una genio maquiavélico o simplemente un suicida político. Seguramente nadie, ni él mismo, esté en condiciones de clasificarle en este momento en una de esas categorías. De hecho, tampoco es descartable que pueda conjugar ambas opciones. Cuando Puigdemont cogió las de villadiego y se largó a Bruselas, por un instante, pensé que había firmado su sentencia electoral. Pero no. El juego, buscado o no, le ha valido para apuntalar su hegemonía en el bloque independentista cuando las previsiones previas al 21-D hablaban de un claro liderazgo de ERC que, por cierto, sigue teniendo -y va para tres meses- a su líder en prisión. Puigdemont arrincona a ERC a cada paso que da, pero también tensa la cuerda con un Gobierno español embarcado en una estrategia que provoca no pocas tensiones a las costuras del Estado de Derecho. El informe del Consejo de Estado sobre el recurso contra la investidura de Puigdemont y el encaje de bolillos posterior del Tribunal Constitucional son prueba de ello.