Pocas cosas acojonan más a un político con mando en plaza que una buena nevada, sea un alcalde o un ministro, porque es un escenario en el que se pone a prueba la capacidad de previsión, de liderazgo y de reacción ante imprevistos de aquellos que durante la correspondiente campaña decían ser los mejores gestores. Es un escenario, además, ante el que no valen excusas, porque el ciudadano adopta el rol de consumidor o incluso de superior jerárquico y considera que ni una previsión meteorológica errada ni mucho menos su propia osadía a la hora de coger el coche en pleno temporal eximen al representante público de tener las carreteras limpias, y en cierto modo es así porque para eso se les elige y se les paga. Esto que acabo de escribir es simplista, maniqueo y demagógico, pero como ese es el lenguaje que acostumbramos a escuchar desde la mayoría de los partidos no hago sino expresarme de forma comprensible para ellos y ellas, generalmente poco dados al matiz. Dicho esto, lo que no tiene pase alguno es que el Estado alquile el patrimonio de todos al mejor postor y que cuando vienen mal dadas, algo por cierto muy poco habitual, el arrendatario no quiera o no sea capaz de asumir sus responsabilidades. Supongo que les saldrá rentable.
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