Hoy me he mirado en el espejo y casi me da un parraque. Y no por lo evidente, que ya es imposible mejorarlo, sino por los efectos colaterales de la alegría navideña. Por todo lo que he escrito en esta pequeña atalaya mediática, ya sabrán que las guirnaldas, las luces de colorines, los abetos profusamente decorados, los jerseys con grecas nórdicas y con la efigie de Papá Noel y la parafernalia consumista que todo lo impregna me provocan sarpullidos con sólo mentarlos. Diríase que, si pudiese, los prohibía sin ningún tipo de pudor. Pero, precisamente, ahí reside el quid de la cuestión. Militar en contra de la algarabía por decreto es harto complicado. Imposible, si me apuran. Y, a las pruebas me remito. Tras dos semanas en las que huir del habitual programa sistemático de cebo y engorde se convierte en misión inabordable, mi organismo se ha desbordado por todas sus costuras hasta dejarme como recuerdo un cuerpo-escombro de nivel profesional. Los cánones mandan engullir manjares más allá de lo razonable, se tenga o no se tenga apetito, gusten o no. No me extraña que durante estos días de rebajas, las firmas especializadas en nutrir de tallas grandes al personal hagan su agosto, porque hay recuerdos navideños que durarán hasta el verano.
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