Hay días en los que me duele esta sociedad. Lo digo tras observar con desagrado la capacidad que tenemos muchos para engullir gran parte de la inmundicia que otros, previamente, sirven aderezada como si fuera un manjar de primera calidad. Estos días pasados, coincidiendo con el fin de año y con la entrada en este 2018 que aún discurre al ralentí, las circunstancias y el trabajo policial se conjugaron para dar con el presunto responsable de la desaparición y muerte de Diana Quer, joven madrileña que para su desgracia y la de su entorno se ha convertido en referencia para esa especie carroñera anclada a las escaletas de las mañanas televisivas, que lleva olisqueando sangre desde el mismo instante en el que se tuvo constancia de que algo había pasado. Tras 16 meses de dimes y diretes y de desnudar a la víctima, a su familia y a sus amigos, los citados programas de sesudo análisis, que hasta la fecha habían fantaseado incluso con que la desaparición de la chica tenía que ver con la atracción de aquélla hacia los hombres malotes, se han echado al monte y allí han encontrado carnaza, en la que no han dudado en rebozarse para divulgar el dolor de la madre del presunto autor de la muerte de Diana como si fuera una primicia informativa, que visto lo visto, encandila a la audiencia.