Una de las ventajas de tener el estómago de papel de celofán es que no necesito que nadie me diga que no me exceda con el alcohol y la comida, y eso en estas fechas de tierna comunión familiar en torno a la mesa no tiene precio. En un momento dado, mi propio organismo me ordena, sin sutilezas de ningún tipo, que no abra más la boca si no es para cantar a los peces del río, y aun con todo este año he dado buena cuenta, como siempre hago, de cavas, vinos tintos y blancos; ginebras, rones y digestivos; carnes, pescados, mariscos y muchos, muchos dulces. Y no pasa nada. No pasa nada porque no hay nada como un exceso para sacarle un poco de sabor a la vida, que bastante gris es ya, siempre que ese exceso no se convierta en algo cotidiano y sea razonablemente medido. No solo porque se te pueden quedar las arterias como el colector de Portal de Foronda y el hígado como un paté de campaña bearnés, sino porque no hay hedonismo más absoluto que el que se rige por el autocontrol, que te permite disfrutar durante muchos años de vicios de toda clase sin caer en conductas compulsivas ni hacerle mucho más daño al cuerpo del que la frugalidad hipertrofiada, que no deja de ser otro vicio, le hace al espíritu.
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