Me acaban de echar la bronca. Me reprochan que mi espíritu navideño brilla por su ausencia. También me han dado a entender, con la suavidad que tiene un cardo cuando lo restriegas sobre la lengua, que no es menester eso de airear mis sensaciones negativas respecto a la marabunta de buenos deseos que metamorfosea al personal en meritorios al ingreso en el santoral durante dos semanas año. En fin, que para resarcir a los aludidos en anteriores comentarios en esta pequeña atalaya mediática, hoy he empezado a rebuscar en mi memoria -en la parte que aún no está afectada tras años de inmersión etílica- aquellos momentos de ilusión ligados a los abetos decorados con guirnaldas y a las bolas de colores brillantes, a las bandejas repletas de turrones y ciruelas arrugadas, a la ciudad repleta de gente y a las comilonas desorbitadas. Y, para mi sorpresa, los he encontrado, sobre todo, en todo aquello que tiene que ver con la invasión monárquica que acontece en la noche de Reyes. Aquellos momentos me parecían mágicos y, sin que sirva de precedente, creo que me siguen encandilando incluso ahora, cuando la vida acostumbra a mostrarse sin demasiados miramientos con su crudeza más visceral. Supongo que todo cambia si se enfoca desde los ojos y la inocencia de un niño.