Me van a perdonar la insistencia, pero aún estoy que no quepo en mí de gozo. Diríase que la felicidad y el espíritu navideño han llegado para quedarse a residir en mi alma, que tintinea como un cascabel al ritmo de los villancicos y de los sucedáneos que inundan cada rincón de la Vitoria comercial, muy colorida y floreada con leds y otros artículos luminosos llamados a endulzar aún más la vida de los que adoran la llegada de estos días tan señalados. Es tal mi algarabía interior que casi no soy capaz de disfrutar de los parabienes y excesos de estas fechas. Fíjense que el otro día me tocó hacer la compra y sólo tuve que hacer cola poco más de media hora en la pescadería. ¡Poco más de media hora! Todo un récord. Y al llegar al mostrador ni siquiera fui capaz de sonreír por mi hazaña. Tampoco alardeé de ello en mis redes sociales ni ante el resto de clientes del establecimiento que, para aquella hora -apenas si eran las once de la mañana-, estaban apiñados como sardinillas en lata a la espera de que el letrero luminoso diera la vez correspondiente. Me lo tengo que hacer mirar, pero el caso es que, en ocasiones, no exploto los matices de esta época, creada para el recogimiento interior y para mostrar al mundo lo mejor de cada cual, ¿no?
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