Mi patológica, y probablemente absurda, confianza en los políticos en que, ahora sí, optan al poder para mejorar las cosas se quebró, una vez más, después de comprobar el nivel ofrecido por los aspirantes a gobernar Catalunya después de la gigantesca crisis vivida en los últimos tiempos por la temeridad de unos y la cerrazón de otros. Dos bloques enfrentados como nunca, uno contra otro y también entre ellos. No estaría yo muy tranquilo si fuera catalán sobre qué iba a ser de mí y de mi país a partir del día 22. En los resúmenes que he visto y leído no he observado ni una sola puerta abierta a la reconstrucción, ni siquiera algún gesto pragmático para aparcar las diferencias en pro de unas aguas más tranquilas que permitan la reconciliación de una sociedad drásticamente dividida. Mucha mala baba, mucha acusación, mucho culpable, mucho enemigo y poco adversario. Así no van a ninguna parte sobre todo si, como parece, las elecciones ofrecen de nuevo un espectro político dividido prácticamente al cincuenta por ciento entre independentistas y constitucionalistas. Los cabezas de lista de los respectivos partidos no solo quieren ganar sino, por encima de todo, que su oponente pierda. Ese espíritu vengativo no dice mucho de ellos, la verdad.