por cuestiones de conciliación familiar ya no puedo ir al monte tanto como me gustaría y, con el paso del tiempo, el Gorbea está pasando a ser, casi sin darme cuenta, tan solo un hito en el horizonte al final de la Avenida. Sin embargo, de cuando en cuando me detengo cinco segundos a mirar la roma chepa en la que tantos cacahuetes y mandarinas he comido, esa atalaya desde la que puedes ver a un tiempo el pico San Lorenzo y el puerto de Algorta, con solo girar la cabeza, antes de bajar a toda prisa para no llegar muy tarde a comer. En estos días miro hacia la cruz con renovada ansiedad, porque cargadita como está de nieve nuestra cima más señera es como más gratificante y singular es la ascensión. Todo es blanco y azul, todo es luz, los relieves se alteran, se ocultan los caminos, a la derecha el precipicio del Anboto se niega a retener la nieve, y si te das la vuelta asoma la cresta del Palomares, tras los Montes de Vitoria, helada, aserrada y larga como la más inaccesible mole del Himalaya. Agotado, te preguntas por qué estás arriba si quieres estar abajo y por qué cuando estabas abajo querías estar arriba, y fantaseas con la ducha, el papeo y el sofá. Luego, por la tarde, llegará la siesta más rica del año, con las piernas machacadas y la mente limpia como la de un recién nacido. Tengo que volver.