Nuevamente, estoy que no quepo en mí de gozo. Esta vez, mi algarabía vital obedece a un nuevo ejercicio de aprendizaje al que he tenido que someter a la batería de neuronas que aún pulula a su aire por mis entendederas. Y eso, per se, es un manantial de felicidad, sobre todo, si se tienen en cuenta la escasa capacidad que adorna mi sesera. En fin, me explico. Mi ignorancia sobre los pormenores de las borrascas profundas es supina. Me atrevería a decir que superlativa, circunstancia que, ante la llegada de Ana y sus efectos devastadores, provocó en mí una reacción que degeneró en una retahíla de improperios gratuitos hacia el responsable de poner nombre a las depresiones ciclónicas que tienen a bien explotar sobre nuestras molleras. En aquéllas, despotriqué muy a gusto. Me apropié del título de adalid de la igualdad y me atreví a cuestionar la calidad que lleva a nombrar a las tormentas con nombres exclusivamente femeninos. La explosión de ira duró lo que dura la lectura de la política de Aemet a la hora de denominar estos episodios meteorológicos. Tras Ana vendrán Bruno, Carmen, David, Emma, Felix, Gisele, Hugo, Irene, Jose, Katia, Leo, Marina, Nuno, Olivia, Pierre, Rosa, Samuel, Telma, Vasco y Wiam. Me encantó comprobar que en materia de destrucción, la igualdad de géneros es una realidad.
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