estoy que no quepo en mí de gozo. O es eso, o los síntomas de amoñamiento que me acompañan desde hace unas horas son el reflejo de una crisis de estrés por exceso navideño. Soy consciente de que aún faltan semanas para cumplimentar con el rigor necesario los preceptos de la liturgia impuesta para afrontar cada fin de año como marcan los cánones del santo consumismo. Pero tanto esfuerzo publicitario al servicio de un abanico de perfumes con nombres cuya mera pronunciación es capaz de empañar lentes, cristales y espejos, tanta lucecilla de colores para ensalzar los motivos navideños con una gracia discutible y tanta profusión de buenos deseos fingidos e imposturas de lo más variado me provoca una sensación difícil de ocultar a los cerca de mil viandantes por metro cuadrado que, según avanza el mes de diciembre, comporten espacio con el menda en un afán protocolario, y altamente generalizado, que ansía comprar el objeto adecuado que dé forma al papel de regalo previamente adquirido. No me gustaría que me malinterpretasen, porque a mí también me puede llegar a hacer gracia implementar una tregua en la que desear el bien al prójimo, por muy cretino que éste sea, pero tanta parafernalia se me antoja excesiva.
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