Lo de la Agencia Europea del Medicamento, con todos mis respetos, ha acabado por resultar pelín esperpéntico. Dejando a un lado la de tirios y troyanos montada al sur de los Pirineos -de verdad que tengo la sensación de que unos y otros andaban cruzando los dedos para que Barcelona no fuera designada sede y poder así entregarse con denuedo y fruición a culpar al de la trinchera de enfrente de la pérdida, lo que por otra parte no deja de ser un ejercicio clásico en cualquier precampaña/campaña electoral que se precie-, no puedo evitar recordar que lo que se decidió el lunes en Bruselas fue un cambio de sede, no una elección de sede. El matiz es importante, siempre lo es -el diablo está en los detalles-, porque esta mudanza como la de la Autoridad Bancaria Europea es para dejar Londres y viajar al Continente por el Brexit que, en definitiva, no es sino el epítome grandioso del esfuerzo de la Unión Europea por autodestruirse. En fin, que el lunes debería de haber sido un día triste, agridulce al menos, para Europa. Pero quizá en el colmo de la ironía poética o del surrealismo, la ronda definitiva entre Ámsterdam y Milán para dirimir la pugna por la sede de la EMA concluyó en un empate, resuelto, en plan Gordo de Navidad, por sorteo.