Una docena de personas ha pasado por el Parlamento este otoño para dar testimonio directo del sufrimiento que la inmensa mayoría del país hemos vivido más o menos directamente, más o menos de cerca, pero nunca como algo irreparable, como algo que se mete en tu vida para siempre, o que incluso te la condiciona desde antes de nacer. La sociedad ha pasado página y ha hecho bien, pero dudo mucho de que haya olvidado. Es solo que ahora nos parece imposible haber vivido lo que hemos vivido, porque nos ha dejado cicatrices como pueblo, pero no como personas, porque no nos han arrebatado a nadie ni nos despierta por la noche el recuerdo de la bolsa y la bañera. Quienes sí cargan con esas cicatrices nos han dicho estas semanas, entre otras cosas, que nadie puede escurrir el bulto a la hora de asumir sus responsabilidades, porque es la única manera de que ellos no queden atrapados en el pasado mientras el resto de la sociedad sigue adelante con sus vidas. Hay gente que ha dado mucho después de perderlo todo, capaz de ir a Irlanda para encerrarse en una casa con los otros y buscar activa y dolorosamente la empatía mutua, por ellos, pero también por el futuro de todos. Qué menos que escucharles, dejar que se representen a sí mismos y asumir que lo que piden es justo.