el sistema político de China es una gran creación”. Y tanto. Xi Jinping, secretario general del Partido Comunista de China, presidente del país y desde ahora nuevo timonel de la revolución ha dicho una verdad como un templo y una obviedad, pero el mérito no es suyo, sino de Deng Xiaoping, que hace ya un par de décadas se dio cuenta de que tenía entre sus manos un diamante en bruto. A finales del pasado siglo los chinos echaron mano de su proverbial pragmatismo y abrazaron el capitalismo más fogoso, sabedores de que lo que de verdad les hacía enemigos de Occidente no era su sistema político, sino el económico, ambos las dos caras de la misma moneda en la tradición marxista pero no tanto en la neoliberal. Así, China entró en el mercado con sus cientos de millones de currelas y se benefició de las reglas del juego del Salvaje Oeste, es decir, de la práctica ausencia de reglas en lo que al capital se refiere, con la ventaja, además, de poder seguir mandando callar a quien osara cuestionar su modelo de ‘socialismo’. Veinte años después, con todos los vicios y virtudes del libre mercado asimilados, ha dado un golpe encima de la mesa y aspira a pasarles por encima a los americanos. Ahora Trump anda por allá para enterarse de qué va la película.