No sé cómo ha ocurrido. Más allá de la obvia ofensiva cinematográfica-televisiva, tengo la impresión de que el golpe definitivo nos llegó a través de los infantes. Empiezan, por ejemplo, con los disfraces en la escuela y acaban arrastrando a toda la familia. Sin darse cuenta, el aita de turno acaba de payaso diábólico o de Spiderman, por poner. Y le mola. Unos amigos aún flipan después de que una noche como la de ayer los hijos de unos vecinos tocaran a su puerta al grito de truco o trato, WTF? Claro, al año siguiente los críos del quinto -unos pioneros sin duda, lo que hoy se llama influencers- se habían multiplicado exponencialmente. Tengo la teoría de que quizá el éxito del asunto en la comunidad fue una venganza promovida por los padres víctimas del primer año. Sea como fuere, aquí estamos, asumiendo con total naturalidad la parafernalia de las calabazas. Y me parece muy bien. Que nos apetece disfrazarnos, pues a disfrazarse, qué carajo. Honestamente, después de la agonía de días que llevamos entrelazando sin respiro, del jueves kafkiano y el viernes de siniestro total de la semana pasada, del lunes de querellas y de viajes a Bruselas, del octubre solo apto para corazones a prueba de bombas, lo que menos miedo dan son las brujas y los zombis.