Me ocurrió durante las vacaciones, revisitando el Museo del Prado, un placer por cierto. Las visitas a los grandes museos pueden ser auténticas experiencias incluso más allá de lo artístico. No hablo de lo del Síndrome de Stendhal, de sucumbir físicamente a la exhuberancia de obras de arte -¿no es esto una paradoja, un cruel oxímoron vital para el ser humano?-. Por ejemplo, puede resultar un curioso espectáculo observar la masa arremolinada en el Louvre en torno a La Gioconda agazapada tras su cristal de seguridad. El caso es que andaba curioseando entre el merchandising de la tienda de El Prado -suelo hacerlo, encuentras objetos de lo más epatantes en las tiendas de los museos, como el mullido muñeco de Picasso que hallamos en el Reina Sofía, ¿en serio, por qué?- cuando reparo en un chaval, pongamos que de unos diez años, discutiendo con la que supuse que era su madre. Bueno, más bien el protestaba y ella le ignoraba, entre láminas, posavasos, paraguas y demás atrezzo aderezado por pinceladas maestras. Y escucho la frase del día: “¿Pero a qué hemos venido aquí? ¿A ver cuadros o a comprar en la tienda?”. Las preguntas, en boca de un niño, dirigidas a un adulto, me parecieron tan brillantes. De pronto, casi recuperé un poco la esperanza en el ser humano.
- Multimedia
- Servicios
- Participación