la gente de mi generación no ha conocido la paz, aunque tampoco ha vivido la guerra. Nacimos y crecimos inmersos en la tragedia, una tragedia colectiva que formaba parte de nuestras vidas y que asimilamos con sorprendente naturalidad porque éramos unos mocosos y nunca conocimos otra cosa. Sin embargo, a pesar de todo, en mitad de toda aquella crispación y sufrimiento que veíamos a nuestro alrededor, dábamos por supuesto que todo el mundo tiene derecho a ir al médico, que cuando te haces viejo dejas de trabajar y cobras una pensión, que por ley natural los hijos tienen una vida mejor que la de sus padres, que era imposible volver a pasar por lo que pasaron nuestros abuelos. No veíamos solución a nuestro problema particular, que no era menor, pero a la vez parecía que el camino recorrido ya no tenía marcha atrás, que no cabía otra cosa que progresar, ir a mejor. El 11 de septiembre de 2001 nos hicimos adultos de golpe y luego la crisis nos confirmó que venían tiempos convulsos. Ahora Europa está rompiendo las costuras de un traje confeccionado con patrones de la segunda mitad del siglo XX, y de los que no somos ni jóvenes ni viejos depende que el nuevo no nos apriete demasiado. A ver si entre todos acertamos.