Seguramente, eran presumibles ciertos parámetros. Felipe VI es el jefe del Estado y, por tanto, lo previsible es que defienda la integridad de ese Estado. Tampoco parece extraño que, igual que cualquier representante de los poderes públicos en cualquier sistema democrático, defienda el cumplimiento de la ley. De hecho, y supongo que será tenido en cuenta por las fuerzas que impulsan el procés, ayer el vicepresidente primero de la Comisión Europea, Frans Timmermans, afirmaba en el Pleno del Parlamento Europeo que “todos los Gobiernos deben respetar la supremacía del Derecho”, a lo que añadió que “eso exige a veces el uso proporcional de la fuerza”. Pero Timmermans dijo además que “una opinión no es más valiosa que otra por que se manifieste más alto” y llamó a “apostar por el diálogo para resolver este conflicto”. Y creo que es ahí donde el rey erró, en lo que no dijo. Porque pareció renunciar a esos ciudadanos catalanes que apoyan el referéndum e incluso la independencia. Ni mención a dialogar. Ni un intento por seducirles, por convencer, ni un gesto para desmentir la intuición de que el Estado está leyendo muy mal todo lo que ocurre en Catalunya. Solo la sensación de que el Estado únicamente entiende de esa misma imposición que critica en el soberanismo catalán.