Inquieto y absorto me encuentro, con un ojo en un titular y con el otro cerrado en un burdo intento por alejar la sensación de nauseas que me recorre el cuerpo y por comprobar esa sentencia de la sabiduría popular que augura que ojos que no ven, corazón que no siente. Aunque, a fuerza de ser sincero, la verdad, es que entre insensibles movimientos de sístole y diástole, la bilis de mi hígado sigue queriendo escapar por los conductos no regulares. La información que me disturba los adentros hace referencia a un pequeño incidente en el saneamiento de San Sebastián, al parecer, colapsado en parte por un tapón de toallitas del tamaño de seis vehículos, nada más y nada menos. Escriben los cronistas habituales de la prensa de la ciudad vecina que el tramo atorado es una de las conducciones principales del subsuelo donostiarra, de 3,5 kilómetros y un diámetro de 1,6 metros y que un batallón de especialistas, armados con todo tipo de material especial y provistos de equipos de respiración, trata de desatascar el meollo de la cuestión. Dadas las circunstancias, la sensación que le queda a uno, más allá de los reflejos olfativos somatizados, es la de resignada depresión, provocada por la idiosincracia de una raza capaz de colapsarse entre pilas del material con el que se asea sus vergüenzas.