Puede que quizá el momento Piolín defina bien el despropósito organizado en torno al asunto catalán. Nunca me cayó demasiado bien Piolín, como el Correcaminos. Siempre fui más de Silvestre, el Coyote y compañía, qué le voy a hacer, me aburren los que ganan siempre. Pero la sencillez que arroja la imagen de los agentes policiales alojados en un crucero adornado con un superpiolín medio tapado con lonas y la del autor de “me pareció ver a un lindo gatito” erigido en protagonista de pancartas amordazado y pidiendo libertad no sé si quizá denota el nivel de surrealismo alcanzado en un conflicto político -y económico, muy económico-. Un conflicto tan político que hasta el Tribunal Constitucional, en una resolución de hace más de tres años que anuló parcialmente una declaración soberanista aprobada en el Parlament, incluyó una coda advirtiendo a la clase política de que no era labor del tribunal solventar determinadas diferencias políticas: “La Constitución no aborda ni puede abordar expresamente todos los problemas que se pueden suscitar en el orden constitucional, en particular los derivados de la voluntad de una parte del Estado de alterar su estatus jurídico. Los problemas de esta índole no pueden ser resueltos por este tribunal”, dijo. Ha llovido mucho. Y seguirá lloviendo.