Aquello era muy parecido a un velatorio. El rictus de circunstancias de los allí congregados no dejaba lugar a dudas. Había tensión. En los corrillos se susurraba y se oteaba de reojo en derredor para comprobar que la confidencia no había superado el cerco imaginario impuesto por cada cuadrilla. En la televisión, Trapero, Puigdemont y Junqueras se sucedían junto a otras imágenes de Rajoy rodeado de gentes con tricornio. El sonido del plasma no se atrevía a salir sepultado por las resonancias y armonías que se escapaban por los altavoces, que daban cuenta de la música ambiente dispuesta para la ocasión. Pero no. El procés nada tenía que ver en aquellas tristes circunstancias. Pese a todo su eco mediático, revestido con altisonantes titulares ligados al carácter de la más pura tragedia clásica griega, aquel día el desafío independentista no interesaba en un local en el que las preocupaciones y los desasosiegos tributaban en otros mercados. No era para menos. El grifo de cerveza del bar se había estropeado. Y no hay nada peor que dejar sin su zurito a un parroquiano sediento de un poco de alegría espumosa. Fue una sensación sobrecogedora comprobar que los intereses del común de los mortales puede circunscribirse a un vaso de buena cerveza.
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