Ahora que lo pienso, creo que me da igual. Llegados a este punto, y después de cavilar hasta sentir dolor en las entendederas, no me queda otra opción que elevar los hombros, poner cara de obtuso y seguir con mi día a día que, aunque no se lo crean, requiere de labores de mantenimiento continuo. Ha habido pocas realidades que hayan absorbido tanto esfuerzo y tanto espacio en los medios de comunicación como el conocido como proceso soberanista catalán. Entiendo que todo el mundo tiene sus razones para defender posturas que entroncan con el desencuentro supino. Y que todo el mundo tiene derecho a expresar sus opiniones y anhelos, por muy viscerales que lleguen a ser. Lo que ocurre es que, llegados a este punto, soy incapaz de creer que la generalidad de la pléyade de contertulios y colaboradores que han medrado a la misma velocidad que el denominado desafío independentista sea capaz de desbrozar con aires de catedrático emérito los intríngulis que depara el derecho constitucional. Tampoco soy capaz de asimilar que todos los voceros que se aúpan a micrófonos y atalayas mediáticas conozcan al dedillo los pormenores y pulsos internos de los partidos que están liderando esta situación. Así de descreído me presento a este nuevo curso.
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