los parlamentos legislan por la igualdad, las arrobas toman la letra impresa, la perspectiva de género empapa el trabajo de los departamentos municipales de todas las ciudades y los partidos -algunos- presentan listas cremallera a las elecciones. Podría decirse que se ha avanzado mucho, pero todo eso se desmorona como un vistoso y frágil castillo de naipes cuando la gente tilda al político de delincuente, fascista, antisistema o lo que fuere; y a la política de fea, si es una mujer normal pero lleva pantalón y el flequillo como le da la gana; o le desea una violación en grupo, si es atractiva en lo físico y fina en el vestir. Ese es el nivel. Esa es la sociedad que tenemos, que cada día se destapa en Internet y en las fiestas de los pueblos, espacios para la desinhibición que dejan al aire nuestras vergüenzas colectivas. Las mujeres y los hombres no son iguales. Nuestro género, o nuestra identidad sexual, si hilamos más fino, determinan cómo vemos el mundo y nuestra relación con los demás. El problema no es ese, sino las relaciones de poder y los roles añadidos que estrangulan la libertad de la mujer y también, aunque de otra manera, la de los hombres. Tenemos pendiente una revolución mental, de adentro hacia afuera, y mientras no la acometamos la realidad superará a las políticas públicas.
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