La rutina es necesaria. Las pautas, los horarios, el orden y la autodisciplina son la base de la constancia, y de la constancia nace el éxito, o al menos la satisfacción personal. La rutina aporta equilibrio, y que el equilibrio es mejor que el desequilibrio es algo que nadie puede discutir. Ahora bien, la rutina debería estar al servicio de algo superior, es un medio, no un fin en sí mismo, y el ser humano suele perder de vista esos objetivos, esas metas, más o menos en torno al puente de El Pilar. Para entonces buena parte de la población ya ha sido devorada por el día a día y se limita a sobrevivir como puede, atropellada por esa planificación que tan bien cuadraba cuando solo era un esbozo en la mente ociosa del veraneante. Al inicio del curso, sentimos la necesidad de buscar ese orden, esa repetición, esas rutinas, pero en apenas unas semanas nos damos cuenta de que la ya rígida planificación perfilada en el viaje de vuelta de vacaciones era tan irreal como la vaca esférica del chiste para universitarios de ciencias. La vida es imprevisible y está llena de pequeños, cotidianos y fastidiosos obstáculos que sabotean nuestros cuadriculados cronogramas y nos obligan a improvisar, y por eso tanta gente vuelve enseguida a fumar, pasa del gimnasio y deja de hacer la colección de coches de época en el tercer fascículo.