No dudo de las bondades de la tecnología, particularmente del aparatejo del demonio que todos llevábamos ya adosado y que pronto, no lo dudo, nos implantarán al nacer. Hablo, claro, del jodido móvil y sus adláteres redes sociales. Estoy convencida de que puede ser una herramienta extraordinariamente útil, pero no puedo evitar pensar que vendimos nuestra alma al diablo aceptándolo en nuestras vidas. Literalmente. El alma. He leído varias noticias este verano sobre la masificación de lugares hermosos, quizá recónditos, pintorescos, muchas veces en plena naturaleza, llenos de visitantes atraídos por imágenes que se han popularizado en redes sociales y dispuestos a su vez a hacerse esa misma foto para subirla a Instagram. Supongo que era el paso siguiente, nos dedicamos primero a admirar a través del objetivo de alguna cámara y ahora simplemente no admiramos si no subimos la imagen a una red social. Y no pretende esto ser un alegato contra la fotografía, de la que soy militante fan, ni siquiera contra las redes sociales, que cada cual usa según considera. A lo que voy es que quizá, de vez en cuando, convendría disfrutar también de las cosas sin filtros, sin píxeles, sin expectativas de likes, en vivo y en directo. Suele merecer la pena.