la libertad de prensa no siempre se amolda a los gustos, intereses y requerimientos de la concurrencia. Lo digo porque, llegados a este punto de la vida, y tras mucha mili en esto de cimentar páginas de un periódico con argamasa literaria, a uno se le acaba la paciencia y la diplomacia cada vez que cierto perfil de parroquiano, que acostumbra a coincidir con el de líder bolivariano en prácticas o con el de demagogo de derechas en ciernes, que lo mismo da, se permite la licencia de interrogar con ínfulas de editor en jefe por las motivaciones, finalidades y pretextos de una información, titular o artículo concretos o por las ausencias de cierta cuestión en la paginación de un medio o en una escaleta radiofónica, circunstancias que siempre achaca a un plan preclaro orquestado desde las más altas esferas empresariales y políticas y, si me apuran, con aquiescencia eclesial. Créanme, hay reproches de este pelo que llegan a la redacción acompañados por teorías de la conspiración capaces de inspirar el germen del guión de un thriller para el personaje de Robert Langdon. Doy por hecho que, quien más, quien menos, acaba por relativizar la veracidad de la palabra publicada. Al fin y al cabo, es parte del oficio. Ahora bien, les puedo asegurar que los medios son mucho más sencillos de lo que muchos creen.
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