el día que mi hija de cinco años me enseñó un dibujo con una palabra en euskera, en toscas mayúsculas, con la falta de ortografía que correspondía a la edad de la autora pateándome los ojos, me caí del caballo como San Pablo. ¿Y si los grafitos de Veleia fueran auténticos? Lo que ocurre es que me he caído del caballo ya tantas veces, a uno y otro lado, que solo sé que no sé nada. Sí puedo decir que me ha tocado hablar del tema con lo más granado de los diferentes ámbitos científicos implicados en la polémica, y solo he conseguido cambiar de opinión una y otra vez, amén de constatar que algunos parecían guiarse más por sus deseos o sus prejuicios que por un ansia genuina de conocer la verdad. Creo poder decir, desde la humildad del ignorante, que algunas de las pruebas de falsedad que se presentaron en su día venían ya muy contextualizadas cuando la gente pudo ver las piezas. Creo también que un falsificador puede ser muy listo o muy tonto, pero no puede ser las dos cosas a la vez. También creo que hay algunas piezas cuya autenticidad parece imposible se mire por donde se mire. Esto se tiene que juzgar bien, con peritajes serios, porque la ciudadanía tiene el derecho de conocer la verdad y porque urge condenar o limpiar honores mancillados de una vez por todas. No pueden quedar dudas.
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