Era una mañana especial, de ésas en las que uno abandona la redacción con una sonrisa en la boca para atender parte de los negociados propios del cargo. El invierno pasaba desapercibido, el sol calentaba y hasta los pájaros cantaban alegremente al viento las bondades de la jornada. Dadas las circunstancias, el paseo por el centro de la capital sólo podía deparar buenas perspectivas. Y así fue hasta que un mojón canino de proporciones paquidérmicas se cruzó en mi camino (y en el de varias personas más, vistas las huellas que huían del obstáculo tiznadas de un marrón cobrizo de lo más desagradable). Entonces, la cosa cambió de cariz y, mientras rodeaba el hito y me ofuscaba, los pajaritos previos que revoloteaban junto a mi sensación de felicidad respingaron despavoridos antes de echarse a volar. A cambio recordé que desde el Ayuntamiento de esta santa ciudad se multó en 2016 a 24 dueños de perros por no tener a bien recoger las necesidades que sus mascotas hicieron en la vía pública y que se ha propuesto, incluso, la elaboración de un mapa de cacas (literal) con los puntos negros a vigilar para evitar la conversión de los parques, jardines y calles en un gran inodoro perruno. Que quede claro que a mí me encantan los animales, aunque empiezo a plantearme que la humana sea la raza elegida.