Uno nunca sabe con seguridad por qué llora, pero lloramos, todos lloramos. Escribo esto después de haber dejado un reguero de lágrimas por la Avenida. Mi madre me había llamado minutos antes para comunicarme el suicidio de una conocida. No la veía desde hace muchos años. Era bastante mayor que yo. Creo que rozaría ya los 60 años. La conocí en aquellos veranos familiares en Burguete, en la montaña navarra. Era la hermana mayor de la familia a la que invadíamos la parte trasera de la casa. No pasaba el tiempo con nosotros, los chavales, corriendo de un lado a otro, al río, al frontón, a fiestas de Espinal... Ya entonces bebía y cantaba con los padres cuando se reunían en el salón de la casa grande, después de cenas opíparas que los pequeños ni olíamos, ni falta que hacía. Estaba siempre ahí, lejana, pero cuando nos miraba jugar al escondite o a policías y ladrones, sonreía. Me sonreía. Y ahora no dejo de ver esa sonrisa. ¿Lloro por ella? No lo sé con certeza, pero no me parece que importe demasiado. Creo que han salido a borbotones lágrimas acumuladas durante los últimos días, llenos de tensiones laborales y amigos heridos. He debido de rebasar el nivel de los pantanos de mis emociones. Y me ha tocado hoy llorar por ella y por todo.