En una mañana de esas de ir y venir (el que no quiera apuntarse a un gimnasio que se haga periodista) me encuentro con dos compañeros de antiguas andanzas y me dicen de tomar algo rápido. Y aunque me falta tiempo, ahí vamos. Eso sí, hemos cambiado la barra de La Taberna del Tuerto (qué gran antro al que tanto echamos de menos), los chupitos de ron y el buen rock and roll por una cafetería, tres cortados y Enrique Iglesias destrozando algo. Y en esto que nos entra la nostalgia de los tiempos en los que navidades significaban ver a un Baltasar que no era negro, en los que tocar la tripa de Olentzero era encontrarte con un cojín, en los que las luces de la calle eran bonitas y no supuestamente en 3D como ahora (las chorradas que tiene uno que escuchar), en los que nevaba y era posible ver a los de las castañas tiritando... Buenos tiempos en los que uno no sabía lo que era una hipoteca, ni que las jornadas laborales duraban -mínimo- diez horas, ni... Las navidades eran como tenían que ser, un seguro de que ibas a tener pijama y calzoncillos nuevos para tirar el resto del año. Casi hasta nos ponemos tontos, salvo por el hecho de que descubrimos otro momento vital que a los tres nos trae hasta mejores recuerdos, el día que descubrimos el alcohol, el tabaco y las mujeres.
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