el fundamentalismo -islámico o no- y la teocracia -de obediencia dogmática religiosa, patriótica o de clase- es una realidad evidente desde las tinieblas del medievo hasta nuestros días. El fanatismo se propaga no sólo por el Tercer Mundo, sino que los talibanes anidan también en las sociedades más desarrolladas, a la vuelta de la esquina, en nuestro propio entorno político, social, cultural o vecinal. Ahora bien, una cosa es entender el mundo con inspiración integrista y otra muy diferente pegarle un tiro en la nuca al otro, liarse a balazos en un colegio estadounidense, decapitar a un periodista ante una cámara o provocar una masacre de niños en un colegio paquistaní. Para eso no hace falta ningún discurso mesiánico; basta con estar tarado. El docente Rafael Fernández Aretxaga, cooperante vasco en Afganistán, advertía ayer en una entrevista en la radio que en occidente a menudo atribuimos alguna intención estratégica o un halo de mística muyahidin a acciones como la que el martes reventó un colegio de Peshawar con más de un centenar de niños muertos, cuando en realidad son sólo descerebrados más vinculados con el salvajismo, el tráfico de drogas o las mafias de la guerra que con Alá. “Hay mucho desequilibrado mental”, decía. A veces no hay que buscar explicaciones más sofisticadas.
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