no es Trebiño, es el detalle, que dirían Les Luthiers. No es que los vecinos de los pueblos del regio condado -más alaveses que la patata- tengan que llegar al sinsentido de tener que ir a Burgos a gestionar el colegio, su sanidad y hasta el servicio de bomberos, que también. No es que los paisanos trebiñeses hayan manifestado por activa, pasiva y perifrástica su clara e inequívoca voluntad de encuadrarse en Álava, que también. No es tampoco que desde el siglo XIII la racionalidad haya avanzado bastante más que las rudas mentes burgalesas, que es evidente. Ni mucho menos que los problemas concretos de los súbditos del mundo rural están hoy a años luz del hecho de que el rey navarro Sancho VI y el castellano Alfonso VIII se hubieran jugado al tute el destino del condado en una tarde tonta, y en esas estamos desde entonces. Tampoco que el PP haga filigranas retóricas en un embustero bucle diciendo que no quiere porque no es jurídicamente viable y, a su vez, que no es jurídicamente viable porque no quiere. Es más bien el orgullo y el valor simbólico que para todos los alaveses ha llegado a tener el contencioso de Trebiño, que representa en realidad el pulso entre la racionalidad y el absurdo anacrónico de la pica en Flandes.
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