nos hemos acostumbrado, tristemente, a que entre las noticias de cada día junto al tiempo, la Bolsa o los deportes haya una sección de causas judiciales con políticos y partidos implicados, imputados o acusados de corrupción. Ante tales casos, la ciudadanía suele transitar de la expectación a la decepción. En un país donde nadie responde de nada, a veces brota la esperanza de que alguien tenga que responder ante la Justicia de los muchos y graves desaguisados que padecemos. Pero a la vista del resultado de bastantes de esos procesos cunde el desánimo, el escepticismo y la idea de que la Justicia es ineficaz o, peor, complaciente ante la corrupción, de que los políticos son intocables y salen casi siempre de rositas.

La cuestión es de extrema gravedad. Difícilmente pueden funcionar una democracia o un Estado de Derecho si la ciudadanía vive con la sospecha de estar gobernada por una cuadrilla de delincuentes que engaña, expolia el erario, favorece a sus amigos, acepta sobornos, defrauda al fisco, destruye pruebas y manipula las leyes y a los jueces a su antojo y queda impune. La ejemplaridad exigible en los gobernantes para sustentar la confianza de los ciudadanos, sin la cual no hay democracia que valga, se ha degradado hasta extremos insoportables.

En los países que tradicionalmente nos han servido de modelo por haber logrado asentar sistemas democráticos con décadas de antelación, los políticos suelen responder en un grado exponencialmente superior a lo que tenemos acostumbrado por aquí. Pocas veces ante la jurisdicción penal, ciertamente, quizás porque en cualquier parte es difícil encausar a quien tiene poder o dinero, quizás porque el principio de presunción de inocencia juega a su favor, pero quizás también porque no necesitan acudir tan a menudo a lo que debería ser remedio último y excepcional, porque quizás ha funcionado la responsabilidad política y ha sido remedio suficiente para preservar el mínimo de confianza.

En esos países resulta elemental la distinción entre las responsabilidades penal y política. La primera se ventila ante los jueces e implica soportar el castigo previsto para quien incurre en una conducta tipificada como delito. La segunda, la obligación de responder ante la ciudadanía, no sólo soportar su crítica, sino también dar toda la información y las explicaciones que se le exijan sobre su comportamiento. Los principios que rigen la exigencia de responsabilidad política son radicalmente contrarios a los que imperan en el proceso penal. Como la mujer del César, el político no sólo debe ser honrado sino también parecerlo, no es admisible mentir y, sobre todo, el político no puede guardar silencio, sino que debe dar siempre una explicación razonable y creíble sobre su actuación. La responsabilidad política opera siempre, aunque no haya ninguna responsabilidad penal.

Por eso es normal en países con cultura democrática que, sin ser acusado de ningún delito, un político dimita, sea convencido por los suyos para dimitir o sea destituido si su comportamiento no es el que esperan los ciudadanos, ya sea por un plagio en una tesis doctoral, por no estar al corriente con Hacienda o por no lograr los objetivos prometidos.

Aquí no se aplican esos dos tipos de responsabilidad. Nuestros gobernantes, atrincherados tras su mayoría o minoría parlamentaria, protegidos por partidos blindados frente a la ciudadanía, se niegan a asumir ninguna, a menos que un tribunal haya dictaminado su culpabilidad. "Es legal", es la excusa que suele justificar todo; "lo que tenga que decir ya lo diré al juez", se dice para hurtar explicaciones a la opinión pública. Lo que equivale, pura y simplemente, a liquidar la idea de responsabilidad política. Basta con no estar en la cárcel o procesado para presumir de integridad, virtud y eficacia.

Aquí se puede decir "me equivoqué" como excusa para seguir en el cargo en lugar de como motivo para irse a casa. Se puede decir "yo sólo firmaba" para justificar una ignorancia injustificable en quien desempeñaba un cargo y percibía un sueldo para hacerse responsable de lo que firmaba. Se puede decir "yo no me enteraba de nada" para exculparse de lo que sucedía en la institución o en el partido en el que se tenían máximas responsabilidades. Increíblemente, pasar por inepto para aparentar inocencia a algunos les sirve para mantener el cargo.

La responsabilidad penal como único remedio ante la inexistencia de responsabilidad política resulta nefasta. El desprestigio que sufren la democracia o la política no es menor que el que se produce en la Justicia. Es una jugada maestra haber convencido a la opinión pública de que en este país sobran funcionarios cuando es evidente que, cuando menos, faltan jueces, juzgados, fiscales, policía judicial, inspectores de Hacienda o de Trabajo en un aparato sólo apto para perseguir a la pequeña delincuencia, para llenar las cárceles de toxicómanos, pero impotente ante la corrupción, la economía sumergida, el fraude fiscal o la delincuencia de cuello blanco.

No sorprende que sean pocos los jueces que se aventuren a abrir y seguir una causa penal que implique a políticos. Las posibilidades de éxito son remotas; además de contar con recursos personales y materiales escasos, se enfrentará a la presión de los medios de comunicación, la nula colaboración por parte de las instituciones investigadas, el poco entusiasmo de otros órganos judiciales deseosos de cerrar el caso a la menor excusa procesal, las constantes maniobras dilatorias de las defensas ejercidas por bufetes con muchos más medios que los del propio juzgado.

Los jueces a menudo se jubilan o se trasladan sin haber acabado el trabajo, los testigos olvidan o fallecen, los procesos se alargan, se archivan, se olvidan o finalizan en absoluciones basadas en la insuficiencia de pruebas, la presunción de inocencia, el in dubio pro reo o en condenas seguidas de un rápido indulto. Los ciudadanos, por desgracia, acaban sospechando que la Justicia, además de insoportablemente lenta, no es sino un elemento más de un sistema corrupto que beneficia a los que tienen el poder político y económico.

Los gobernantes deshonestos que se aprovechan de una justicia ineficaz para no responder de nada ni ante nadie sólo pueden prosperar si cuentan con un elemento decisivo: una ciudadanía mayoritariamente pasiva, tolerante, poco exigente, que como perro ladrador y poco mordedor, despotrica y suspende a sus gobernantes en las encuestas pero no se moviliza lo suficiente para cambiarlos.