las declaraciones de la plusmarquista mundial de pértiga Yelena Isinbayeva a favor de las leyes de su país contra la homosexualidad han generado más de un encontronazo dialéctico, no faltando descalificaciones en el plano ético, ideológico y político. La intervención que más ha llamado la atención ha sido la que exigía que se le privara con carácter retroactivo del Premio Príncipe de Asturias al Deporte que le fue concedido en 2009 por un jurado presidido por Juan Antonio Samaranch. Entiendo y comprendo dicho sentimiento, que esconde un desagrado contra quien imaginábamos que era de una forma concreta y, de la noche a la mañana, descubrimos que su pensamiento está en las antípodas del nuestro. En el caso de Isibayeva, nadie sabía, ni el jurado que le dio el premio, qué pensaba acerca de la homosexualidad, de la pena de muerte, de la libertad de expresión o de la literatura de Tolstoi. Y de pronto, surge el escándalo.
Sucede con frecuencia que el día que descubrimos que un personaje público que admirábamos no era como nosotros, algo se rompe en nuestro interior. Pero tal descubrimiento forma parte de un aprendizaje necesario e higiénico. Caerse del guindo de la ingenuidad que ve una unidad indisoluble entre el pensamiento y la conducta de una persona es una enseñanza que conviene aprenderla cuanto antes. Y desde que leímos el mito de Pandora bien sabemos que verdad, bien y bondad no son simétricos. Los adolescentes de mi edad aprendían este desajuste al leer La isla del tesoro. El pirata John Silver no era tan malo como decían los buenos que acompañaban a Jim Hawkins en la Hispaniola. El mal que representaba el hombre de la pata de palo era mucho más apetecible que el bien practicado por los amigos del doctor Livisey y compañía.
En la actualidad, este conocimiento se adquiere gracias a las escisiones que se producen en la vida de un personaje público y su obra. En el caso de los escritores, son bastante habituales. El lector jamás podría imaginar que el autor de una obra tan maravillosa pudiera deberse a un crápula. Cuesta aceptar que ser buen novelista, pintor o músico no es incompatible con ser un degenerado. Seguro que el jurado del Príncipa de Asturias no tenía ni idea acerca de la compostura ideológica que adornaba el cerebro de la mejor deportista mundial en la especialidad del salto con pértiga. En el acta del fallo se decía que "en ella recaen las condiciones fundamentales por las que se concede el premio" y que se refieren "además de la ejemplaridad de su vida y obra, a que haya conseguido nuevas metas en la lucha por superarse y contribuir con su esfuerzo al perfeccionamiento, cultivo o promoción de los deportes". Todo eso está muy bien, pero no se nos aclara si en dicha ejemplaridad formaba parte la ideología de la deportista. ¿La hubieran distinguido con tal premio en caso de haber conocido su actitud en relación con las leyes contra la homosexualidad en Rusia? Seguro que no.
Convendría afinar un poco más al describir en qué consiste la ejemplaridad de una vida. Qué obras e ideas deben acomodarse en el cerebro de un atleta para que, además de premiar sus saltos y carreras insólitas, asombre al mundo por sus ocurrencias. Pues conviene no olvidar que lo que hace y dice un atleta es mucho más importante y decisivo que lo que diga, por ejemplo, un científico. Aunque mucho me temo que, como los jurados indaguen demasiado sobre particulares ideológicos, quizás no encuentren candidatos para los premios.