hoy se habla mucho de cómo ha de moverse la sociedad para afirmarse o para resolver los problemas que han resurgido junto con la crisis que vivimos. Se manejan diversas opciones. Por simplificar, voy a mencionar dos posturas típicas. Unos dicen que la sociedad ha de esperar confiadamente a que la política y la economía metabolicen las medidas aprobadas de acuerdo con las directrices de dirigentes y expertos. Otros creen que es la hora de la movilización de la sociedad a favor de sus propios intereses.

La primera visión es elitista y se corresponde con los que identifican implicación social con intrigas políticas, desórdenes y conductas antisociales y prefieren una sociedad apática o adocenada. Y entre los que promueven el punto de vista de la activación social, siempre se han distinguido otras dos corrientes. Una, los que ensalzan los relatos de las experiencias revolucionarias y es también dirigista, ya que busca activar desde arriba y conducir a las masas sociales como un instrumento de alto rendimiento que sirva para disputar el poder en la cúspide política. La otra quiere promover la cooperación desde la autorresponsabilidad de los agentes sociales, afirmando la capacidad de la gente de afrontar por sí misma, con el apoyo de su entorno inmediato, sus necesidades cotidianas.

En su libro Juntos, Richard Sennett se refiere a esta división -visible en la izquierda desde 1900- entre los partidarios de organizar la sociedad por arriba para lograr metas políticas y quienes confían en la solidaridad social desde abajo. Para unos, la cooperación es sólo un instrumento; para los otros, es un fin en sí mismo.

A la hora de resolver sus conflictos, nuestros antepasados se regían por la costumbre. Estas pautas normativas aceptadas socialmente provenían de su contraste continuo con la experiencia práctica. En la misma medida en que su legitimidad se unía a esa validez social, esta vía también estaba abierta a la búsqueda y al cambio. Por eso, la costumbre ha sido considerada como un producto espontáneo de la voluntad popular, respaldado por el plebiscito cotidiano de la vida social. Primero es un acto aislado que se muestra efectivo. Después, se extiende, generaliza y permanece como una práctica social repetida que, aunque no llegue a promulgarse, adquiere fuerza vinculante. De ahí que al derecho que proviene de los usos y costumbres se le reconozca un mayor carácter social, no sólo por su origen desde abajo, sino por su mejor acoplamiento a la realidad social con la que está vinculado.

En sociedades como la nuestra, la arraigada convicción de la eficiencia de los patrones consuetudinarios ha prevalecido durante siglos sobre la racionalidad de las leyes instituidas por autoridades. "El tiempo produce más conversos que la razón", decía Thomas Payne.

Ahora queremos más sociedad. Las personas y la sociedad en la que se desenvuelven son los dos principales puntos de interés de los discursos, conversaciones y diálogos de la actividad social intercomunicativa. La gente quiere participar en la determinación de su futuro.

Para que la acción social sea autoprotagonizada por personas, lo primero es la solidaridad desde abajo en una acción colectiva cuya principal finalidad sea construir juntos, sin esperar a la implantación de un modelo perfecto, pero cerrado y teledirigido desde una vanguardia lejana. Es decir, elaborar experiencias prácticas cooperativas -auzolan- a partir de la propia vecindad social y laboral en barrios, pueblos y empresas.

La acción social que vale es la que persigue objetivos concretos. Primero se hace y después se escriben las justificaciones doctrinales que se consideran adecuadas a lo que se ha hecho. De esta guisa, la acción social de los pioneros logró instituirse como costumbre y después se registró como derecho. En esa fuerza normativa de los hechos reside nuestra mejor tradición consuetudinaria.

Se alegará que si nadie dota de una orientación transgresora a este tipo de iniciativas sociales, esta modalidad de intervención es totalmente ineficaz para lograr un cambio social. Se podrá replicar, sobre la base de nuestra experiencia histórica, que esta afirmación carece de fundamento. Pese al gran predicamento que la organización leninista -centralizadora y dirigista- de las masas tiene en buena parte de los sectores más dinámicos de nuestra sociedad, a pesar de lo ruidosa y provocadora que es su actividad no ha construido en nuestro país nada socialmente relevante, ni siquiera como coto privativo de su poder popular.

En cambio, el resurgimiento de las ikastolas y el brote del movimiento cooperativo significan otra cosa para todos nosotros. Se puede hablar de experiencias sociales con finalidades concretas iniciadas desde abajo -auzolan- que, impulsadas por el humanismo práctico que guiaba a sus promotores, han perfilado el carácter moderno de la sociedad vasca. En el pasado traspasaron los límites de una legalidad estrecha, que no los respaldaba. Se extendieron y formaron una realidad social que chocaba con una legislación para la que no existían. La evitación de un choque abierto con el régimen y la madura discreción con la que se desempeñó su lucha facilitaron su éxito. Hoy, ambas experiencias sociales forman parte del modelo instituido. Frente a la modalidad que se vale de la indignación, éste es el ejemplo de acción colectiva que puede ayudarnos al cambio social que hoy necesitamos.