LA renuncia del Papa me importa poco, más bien nada de nada. Lo mismo que me afectaría la dimisión o la retirada o la expulsión de los máximos jefes del resto de religiones que hay por el mundo, si es que los tienen, jefes máximos quiero decir. Después de pasar doce años en un colegio religioso, más el parvulario entre monjas y los estudios universitarios en un campus también de carácter creyente, creo que puedo decir que entre unos y otros, con sotana o sin solideo, han acabado por apartarme definitivamente de cualquier muestra relacionada con la devoción y la fe. Conste que no me refiero al mensaje, sino a todos los ropajes que lo envuelven. De ahí que ni siquiera me interesen ni las intrigas ni las mecánicas palaciegas para buscar un relevo al anciano alemán que hasta hace nada comandaba báculo en mano a millones de fieles católicos desde su trono. No tengo nada contra él ni contra el que le suceda, ni siquiera contra los que le precedieron. Ya no me interesan. Ni sus verdades ni sus mentiras. Ni sus alegrías ni sus preocupaciones. Creo que ni ellos ni lo que representan debieran traspasar los límites del ámbito privado: que cada uno rece a quien quiera al calor del hogar, arrodillado en un reclinatorio o sobre una alfombra bien orientada. Por eso considero perjudicial cualquier gobierno relacionado de una u otra manera con creencias religiosas, desde los más fundamentalistas hasta los que dicen ser aconfesionales y no lo son. Como los que tristemente nos rodean.
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