de la crisis que padecemos sólo sabemos una cosa: que existe. Pero nadie es capaz de definirla correctamente porque se muestra de modos diferentes y presenta afecciones igualmente diferentes. Ciertamente, hay quienes son más brillantes que otros a la hora de referirse a ella. Son precisamente estos los que se hacen más incomprensibles para la gran mayoría, porque utilizan términos que corresponden a ese argot que resulta indescifrable para el resto de los mortales.
Ya no sé si se trata de una crisis económica o financiera, aunque la economía y las finanzas caminen casi siempre cogidas de la mano. Tampoco está claro que se trate de una crisis política, aunque poco a poco se va llevando por delante a los gobiernos que han gestionado el poder desde que la crisis está entre nosotros. Lo que resulta incontestable es que la crisis tiene una dimensión social tan evidente como dolorosa: ha aumentado el número de parados y de pobres, han variado las estructuras familiares y los comportamientos de las personas en el seno familiar, ha disminuido el consumo interfiriendo de modo negativo en las relaciones sociales, ha criminalizado a colectivos como los inmigrantes para hacerles regresar a sus países de origen, ha desguarnecido a los trabajadores aprobando legislaciones que les han dejado desarmados frente a sus empleadores, ha desautorizado a los sindicatos, ha debilitado hasta casi la extenuación a las ONG y demás organizaciones sociales solidarias esquilmando las subvenciones públicas y ha desabastecido económicamente a los presupuestos públicos dejando el bienestar social a la intemperie. La crisis ha sido la razón esgrimida, pero, sobre todo, se ha convertido en la más socorrida disculpa para que los poderosos digan ante los más dolorosamente afectados que "no ha sido posible hacer otra cosa".
Europa ha impuesto medidas que debemos asumir como si se tratara de algo inherente a nuestra propia condición europea, pero la mayoría no proceden de un debate serio en el Parlamento Europeo, cuyos miembros son elegidos democráticamente. El BCE, el FMI, la OCDE, Angela Merkel y ese misterioso mandamás llamado mercados son quienes nos conducen en una u otra dirección, quienes nos tiran de las orejas, quienes deciden el monto de nuestras deudas, quienes dictan los intereses que habremos de pagar por los préstamos que nos conceden, quienes conducen la opinión pública hacia los derroteros más beneficiosos para ellos.
Lo peor de este puzle es que siempre es presentado ante los ciudadanos falto de algunas piezas, para que no seamos capaces de entenderlo por más explicaciones que nos den. De ese modo, se nos viene tachando de irresponsables y de ser víctimas de nuestros propios errores. La gente de buena voluntad ha acudido a los bancos a solicitar créditos y firmar hipotecas con la misma confianza con la que en otras ocasiones había acudido a depositar sus ahorros. Pero ya esas entidades han dejado de ser servicios públicos debidamente reglamentados. Consiguieron ser imprescindibles: cada ciudadano tiene que tener su libreta de ahorro o algún otro documento para tener en él domiciliados la nómina, los diversos recibos o los ahorros; todas las transacciones más sencillas se hacen con la mayor comodidad, de tal modo que nos hemos acostumbrado a las oficinas bancarias del mismo modo que al médico, al dentista, al peluquero o a un director espiritual. Con la misma confianza, lograda mucho más a costa de la fe que de cualquier modo de contraste.
Basados en esa confianza, se han firmado créditos por valor superior al solicitado, después de que la entidad financiera nos enviara a un atildado tasador que valoraba con desmesura el bien que nosotros proponíamos como garantía. Prendidos a esa confianza, rubricamos documentos de préstamo o de depósito sin leer la letra pequeña de los pliegos, curiosamente letra de mucho menor tamaño que la de los enunciados más elementales del texto. Y así, confiados, nos hemos ido a casa con un documento bajo el brazo, a veces enrollado y anudado con un lazo de seda, y otras veces ordenado en el interior de una carpeta de colores vistosos y orlas doradas, convencidos de que aquel hombre o mujer de sonrisa agradecida que nos ha atendido nunca nos va a traicionar. Lo lógico hubiera sido que nunca nos hubiéramos sentido traicionados por el trabajador de la ventanilla que, curiosamente, nos había sentado cómodamente alrededor de una mesa y lejos de la incómoda ventanilla para culminar la fechoría. Pero aquel empleado también era víctima de la superficialidad de sus conocimientos: hacía contratos con los clientes, incluso los decidía en base a parámetros y órdenes recibidas de sus superiores, pero poco conocía de las intenciones y los objetivos de los amos. Quienes han gestionado estos desfalcos no estaban en las ventanillas.
Nos han llamado a los ciudadanos de a pie despilfarradores y nos han dicho que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y cuando ha estallado el desbarajuste y han aparecido los agujeros tan profundos, ha resultado que en el fondo de ese abismo están muchos de los documentos que firmamos y que tanto nos ilusionaron entonces. ¿A quién reclamar?
Los poderosos capitalistas ya se han blindado, han pedido auxilio a sus cómplices políticos, a esas derechas que creen a pie juntillas en el mercado y le protegen y amparan, y al que perdonan todos sus errores. Y esas derechas han puesto al Estado a trabajar en la sola dirección de salvar a los mercados y potenciarles para que obtengan otra vez pingües beneficios. Y desmontan los servicios públicos y separan a los ciudadanos por categorías y clases sociales modernizadas.
Esta es la crisis en versión doméstica. Asusta por incomprensible y por inabarcable. Espanta por sus fatales consecuencias. Amedrenta porque la dignidad humana depende también de las condiciones en que se vive, y la pobreza encierra toda la dignidad pero la debilita, y a veces llega a culpabilizar de su triste destino a quien la sufre. Por eso, amigos, esta crisis es superable si la abordamos desde la solidaridad. Mirad en los documentos ideológicos del neoliberalismo en la mayor parte del mundo: ¿Cuántas veces contienen términos como igualdad, solidaridad o fraternidad?