hace pocos días un voluntario nos comentó que acompañando a un interno de la prisión de Nanclares que había salido de permiso por primera vez después de ocho años encerrado, éste le había dicho que le dejara un poco de tiempo para pisar la hierba del parque de la Florida por donde estaban paseando. El voluntario vivió una vez más la importancia de los pequeños actos cotidianos, de las pérdidas y de los reencuentros, de la compañía, de los sentimientos y emociones de los que priva la cárcel.
Nos recuerda esta vivencia que 2011 ha sido designado Año Europeo del Voluntariado. Si algo caracteriza a las personas voluntarias es la idea y voluntad de querer soñar con otras realidades, de querer cambiar el mundo que nos rodea; en definitiva, que algunas de las ideas que nos rondan sobre la justicia social, la solidaridad o la igualdad, lleguen a ser realidad lo antes posible. Todos los días, hombres y mujeres voluntarios dedican parte de su tiempo a los demás, al bienestar de su comunidad, de manera altruista y organizada en torno a asociaciones y entidades de diverso tipo. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que allá donde exista una persona con una necesidad, un problema social o medioambiental, encontraremos cerca la acción del voluntariado.
Una de las actividades voluntarias que queremos recordar es la que se realiza en el ámbito penitenciario. La privación de libertad supone el castigo más extremo que existe actualmente. Frente a las ideas que se expresan por determinados políticos o medios de comunicación sobre lo liviano de la cárcel, la escasa cuantía de las condenas que se imponen o la facilidad de obtener rápidamente la libertad por parte de un tribunal, habrá que recordar con especial desasosiego que España tiene una de las tasas de prisionización más altas de la Unión Europea -a pesar de registrar índices de criminalidad más bajos-, que nuestro Código Penal tiene unas penas de las más elevadas de nuestro entorno y que en nuestras prisiones se encuentran encerrados, mayoritariamente, hombres y mujeres condenados por robos y tráfico de drogas, pobres, enfermos -con diversas patologías físicas y mentales- y extranjeros. La condena a prisión no significa exclusivamente estar encerrado entre unos muros, sino que también tiene como consecuencia otra serie de castigos paralelos que no se dictan en la sentencia pero que son de una gran dureza: la pérdida del contacto diario con la familia y las personas allegadas, del trabajo, de las actividades lúdicas y culturales, de las transformaciones sociales o, sencillamente, de ver y de sentir el mundo.
Castigar a la persona que ha cometido una infracción penal debería significar ante todo enfrentarse a las causas que motivaron su conducta y posibilitar los recursos necesarios con el fin de mitigar el daño causado -atendiendo adecuadamente a las víctimas- y evitar futuras reincidencias. La legislación actual permite varias formas de cumplir una pena de prisión: una de ellas es el castigo puro de la privación de libertad desde el principio al final de la condena; pero otra manera de cumplir esa pena son el régimen abierto y la libertad condicional; es decir, poder mantener el contacto con la comunidad, con sus recursos formativos y educativos, con los centros de toxicomanías o de salud mental, con la posibilidad de incorporarse a un puesto de trabajo; en definitiva, con la idea de responsabilizar a la persona infractora respecto de sus necesidades y de las formas de solventar adecuadamente las dificultades que le surjan en la vida.
Las personas voluntarias que compartimos compañía y tiempo con las que están en prisión entendemos que es mucho más favorable para la comunidad y la convivencia atender adecuadamente las necesidades de esos jóvenes que han cometido un delito e intentar evitar su desocialización y su desarraigo. El reproche social a la persona autora de un delito no debe estar reñido con la necesaria atención a sus necesidades, como vía de superación de los problemas que tenga -contextos familiares difíciles o con pobres recursos, abandono escolar o escasa experiencia laboral, consumo de drogas, etc.- y, claramente, de prevención de la reincidencia. Ayudar y apoyar a la persona infractora, además de caracterizar a una sociedad como digna y justa, significa una manera solidaria e inteligente de ir creando comunidad y de prevenir los delitos. De ello nos podríamos sentir orgullosos; no de tener prisiones llenas de hombres y mujeres con un futuro incierto, aislados, enfermos o con altas tasas de suicidios.
Estudiantes de trabajo social de la Universidad del País Vasco, hombres y mujeres de la Pastoral Penitenciaria o de la Comisión Ciudadana Anti-Sida de Álava, dedicamos algunas horas a la semana para acompañar a las personas que salen de prisión con un permiso de dos o tres días o que se encuentran en régimen abierto. Esas horas lo son de compañía, de enseñarles la ciudad, de compartir experiencias y proyectos de futuro, de saber escuchar, de conversar tomando un café, de vivir, de soñar y de querer cambiar. Podemos reclamar a las Administraciones públicas, a entidades y empresas privadas y a la ciudadanía en general una mayor conciencia sobre nuestra actividad y sobre las necesidades sociales que existen. Ojos para ver y ojos para cambiar el mundo. Leemos en De A para X, de John Berger: "Yakou, un chico de siete años, le pregunta a un amigo: ¿Cómo es posible que lo veamos todo siendo los ojos tan pequeños? Podemos ver toda una ciudad o toda una calle muy larga, ¿cómo cabe todo eso en un ojo? Bueno, Yakou, le digo yo, piensa en todos los presos de esta cárcel, mil como poco, y en sus ojos, que el anhelo de ver el mundo de fuera hace cada vez más grandes. ¿Cómo crees tú, Yakou, que se pueden amontonar tantos ojos en un espacio tan pequeño?"