Hace unas semanas me acredité como periodista para escribir una crónica del concierto que Scorpions ofreció en Iruña el pasado 15 de julio. No todos los días se ve la gira de sesenta aniversario de un grupo. A lo largo de esas seis décadas los alemanes han ofrecido más de cinco mil conciertos. De hecho, Scorpions ya tocó en Pamplona en 1997. Como cantaba Pablo Milanés, “el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos” y la imagen que yo guardaba de Klaus Meine, el cantante de Scorpions, que se movía por aquella época como un huracán, distaba lógicamente bastante del ancianito heavy de setenta y siete años que el pasado día 15 se mantenía a duras penas −aunque con una envidiable dignidad− sobre el escenario del Navarra Arena (yo, por mi parte, regresé a casa con la espalda convertida en un acordeón tras tres horas de pie sobre la pista –un lugar, amigos promotores, terrible para que los periodistas veteranos tomen notas en los conciertos−).
"El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”
Sobre eso, el 'tempus fugit', o sobre la transformación radical que sufrió la ciudad en apenas unas horas (del blanco sanferminero al negro con el que se vestían las huestes metaleras) podía haber hablado en mi crónica, en esta crónica, de no ser porque la acreditación tardó en llegar y cuando llegó parecía una broma de mal gusto.
“Al recoger su entrada deberá abonar en taquilla veinte euros para 'charity'”, decía el mensaje que me enviaron. Respondí indignado que no pensaba pagar por trabajar y que qué demonios era eso de 'charity'. Tardaron, pero me respondieron que esa aportación era algo que pedían a todos los periodistas e invitados y especificaron que el “donativo” era para un refugio de gatos, a los cuales no pude evitar imaginarme gordos y lustrosos y maullando el 'Still loving you' con un collar de diamantes al cuello.
Contesté de nuevo, explicando que mis aportaciones solidarias ya las hacía en mi vida privada y para los fines que yo decidía y preguntando si esa mordida (o ese clavada −de aguijón, en este caso−) también la aplicaban a quienes montaban el escenario, probaban el sonido, o a los propios músicos…
Finalmente, la promotora, ante las quejas, decidió que la aportación fuera voluntaria. Yo, por supuesto, no pagué. El periodismo ya es una profesión bastante precarizada para encima tener que soportar estos pequeños impuestos revolucionarios y este menosprecio por nuestro trabajo (a ello se suman últimamente otras pretensiones igualmente lamentables, como que sean las propias promotoras las que decidan qué fotos deben publicar los medios). El concierto, por lo demás, muy bonito.