DURANTE años hubo quien se dedicó a predicar aquello de que los vascos éramos víctimas de un espejismo. Tantos años de gobierno nacionalista, se decía, habían instalado en nuestro subconsciente colectivo la falaz noción de que, para la buena marcha de las cosas, era imprescindible que el nacionalismo se mantuviera en el gobierno. ¿Cómo era posible, si no, que un gobierno basado en una burda ideología premoderna pudiera perdurar durante décadas? Según los predicadores, todo lo que hacía falta para deshacer el espejismo era que otros, los otros, tuvieran una oportunidad; con una sería suficiente. Una vez deshecho el espejismo, veríamos la realidad tal y como es y nos libraríamos para siempre del "gobierno frentista, sectario y excluyente". Llegó marzo de 2009 y, valiéndose de una ley ad hoc, tuvieron su oportunidad. Hizo falta un trato electoral contra natura y faltar a la propia palabra, pero tuvieron su oportunidad. Y a pesar de ello, tras casi dos años de andadura, el espejismo en el que al parecer vivíamos sigue sin abandonarnos.

No sólo eso, la ejecutoria del gobierno nos merece una opinión negativa y la mayoría manifestamos con claridad que preferiríamos un gobierno diferente. Los datos son demoledores. Sólo uno de cada cuatro vascos dice confiar en este gobierno, poco más de uno de cada diez lo considera bueno y seis de cada diez creen que es malo. Nunca un Gobierno Vasco tuvo tan poca aceptación social. Como es natural, la mayoría de los votantes del PP está de acuerdo con el trato con el que se nos gobierna, pero sólo la mitad de los votantes del PSE lo está. Si atendemos a los resultados electorales de 2009 nadie debiera sorprenderse. La mayoría quería un gobierno diferente; los votantes socialistas también querían un gobierno diferente. Y por si eso fuera poco, el balance del gobierno difícilmente puede ser más pobre, o más negativo. Con alguna honrosa excepción, lo poco que se hace, se hace mal o no es del agrado de la mayoría.

Debe de ser difícil levantarse cada mañana para gobernar un país cuando los gobernados rechazan la acción de gobierno y a quien les gobierna. Por eso, hay dos interrogantes que no se me van de la cabeza: ¿qué suerte de arrogancia intelectual o, lo que sería aún peor, qué clase de superioridad moral permite a alguien despreciar de ese modo la voluntad de la ciudadanía? ¿Serán esa arrogancia o superioridad, frutos, estos sí, de algún espejismo?