EN este mundo moderno, tan atractivo como imbécil, es complicado entender lo que ocurre a tu alrededor. El otro día, de marianitos por el Casco Viejo, una amiga comentaba las dificultades que tiene para viajar asumiendo su condición de single, que es como ahora se denomina a quien decide vivir en soledad, quien por deseo u obligación forma lo que también en este necio presente se califica como familia monoparental (¿familia ya no es de por sí plural?). Su indignación tenía, como pueden suponer, origen económico: no comprendía, y confieso que yo tampoco, cómo era posible que le saliera más caro irse de vacaciones a ella sola que a la pareja con quien iba a compartir los días de descanso. ¿Está penalizado ahora vivir en solitario? ¿Acaso hay que pagar un plus a quien corresponda por no querer compartir tus días con alguien? Al parecer, sí a las dos preguntas: es necesario rascarse el bolsillo o buscarse un acompañante ocasional cuando lleguen las semanas de vacaciones, más que nada por abaratar la aventura. Así que para el próximo año, con la sana intención de dar buen uso a las ofertas matrimoniales de las agencias de viajes y para que nadie mire mal a quien decide perderse por Tenerife o Indonesia con la compañía de sí mismo, o misma, caben varias posibilidades: luna de miel para tres, si la pareja que te acompaña está dispuesta (familia poliparental); luna de miel con un amigo que tenga parecidas inquietudes, aunque en la agencia tuerzan el morro (familia feliz); o luna de miel con un desconocido (familia accidental). Todo menos ser single.
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