EUROPA admite que no se sostiene a sí misma. El modelo del Estado del bienestar que las principales potencias europeas impulsaron durante la segunda mitad del siglo XX y que sirvió para oponer la mayor calidad de vida de sus ciudadanos a la pérdida de influencia global del viejo continente, apunta al ocaso en virtud de las declaraciones de los grandes líderes europeos. Las palabras de la canciller alemana, Angela Merkel, pero también del premier británico, David Cameron, al justificar sus respectivas medidas frente al déficit extendido de las economías estatales con la incapacidad para seguir viviendo "por encima de nuestras posibilidades" son idénticas a las que han ido pronunciando otros responsables y jefes de gobierno, incluidos José Luis Rodríguez Zapatero y Nicolas Sarkozy, quien anunciará un plan de recorte similar antes del verano. La idea se resume básicamente en que el Estado, los Estados, son incapaces de mantener el actual nivel de gasto social -el 24% del PIB en la UE por el 15% en EEUU- sin un aumento progresivo del déficit que les llevaría inexorablemente a la quiebra. Sin embargo, la teoría de la privatización y reducción del Estado del bienestar no es consecuencia de la crisis, sino anterior a ella. Ya antes del crack financiero que ha inducido finalmente a cuestionar las economías estatales, conceptos que ya se utilizaron tras la crisis del petróleo como el aumento de la jornada laboral, una mayor flexibilidad en la seguridad del empleo y la privatización más o menos velada de ciertos servicios sociales básicos se habían colocado en la agenda en virtud de un concepto economicista del Estado que no se aplicaba en todos los ámbitos de actuación estatal. De hecho, esa misma diferencia de porcentaje en gasto social entre la UE y EEUU no ha impedido que la crisis afecte a ambos lados del Atlántico, e incluso dentro de la misma Europa hay casos -el más evidente es el nórdico- en los que un Estado social mucho más acentuado no ha llevado, que se sepa, al borde de la quiebra al sistema. La misma Europa que ve hoy en duda su solvencia no puede permitirse que, por una mala gestión y una pésima regulación de los mercados, el Estado del bienestar se diluya y desemboque en un malestar social que cuestionaría el segundo pilar sobre el que se construyó la Unión y de manera irreparable el propio futuro de la UE.