Se habla mucho estos días del Presidente brasileño Jair Bolsonaro. Otros comentaristas más sesudos analizarán para ustedes su populismo totalitario, sus políticas que minan libertades y derechos, o las consecuencias globales de sus carbonizantes planes amazónicos. Yo les hablaré de sus insultos.

En los últimos días le hemos visto metido en varias polémicas que él ha llevado al terreno personal. Esta es la primera señal que debería despertar nuestras alarmas. Cuando ante el conflicto un político recurre al argumento ad hominem, más si es con intención de ofender, demuestra miseria. Es fácil citar aquí como ejemplo a Trump o más recientemente a Boris Johnson (quienes se le han opuesto estos días no son rivales políticos con ideas legítimamente diferentes, sino traidores, cobardes y gallinas). Pero es más difícil -y mucho más importante para nuestra convivencia- tener encendido ese detector en la política más cercana y castigar siempre con nuestro voto el insulto y acostumbrarnos a premiar el argumento constructivo. Solo así mejoraremos la calidad de nuestro debate público.

Pero volvamos a Bolsonaro. Ante la presión del G-7 por su inacción ante los incendios, respondió despertando las pasiones nacionalistas de su pueblo (la Amazonía es brasileña) y riendo gracietas machistas sobre la edad de la esposa de Macron comparada con la juventud de la suya. Macron estuvo a punto de entrar en el barrizal, pero consiguió una respuesta al tiempo digna y severa, personal sin dejar de ser presidencial.

Ante la presión ahora de las Naciones Unidas por la situación de los Derechos Humanos en Brasil ha respondido dirigiéndose de forma personalizada a la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la chilena Michelle Bachelet. Aquí, como en el caso de Macron, quien insulta queda mejor retratado que el insultado (¿no pasa siempre al menos entre las personas que han superado los 12 años de edad mental?).

Bolsonaro ha dicho: “Si no fuera por el personal de Pinochet, que derrotó a la izquierda en 1973, entre ellos a su padre, hoy Chile sería una Cuba”. El padre de Michelle fue Alberto Bachelet, General de Brigada en las Fuerzas Aéreas chilenas. Fue detenido el mismo día del golpe de Estado de Pinochet por su fidelidad a la legalidad. Fue liberado por unos días y sometido a arresto domiciliario. Consiguió enviar una carta a su hijo en la que contaba su situación. No perdió la oportunidad de dejar un legado ejemplar, una memoria de dignidad a sus hijos y a su país, por lo que dejó escrito: “Me quebraron por dentro, me anduvieron reventando moralmente -nunca supe odiar a nadie-, siempre he pensado que el ser humano es lo más maravilloso de esta creación y debe ser respetado como tal, pero me encontré con camaradas a los que he conocido por 20 años, alumnos míos, que me trataron como un delincuente o como a un perro”.

Volvió a ser detenido y murió de un ataque de corazón producto, según ha quedado acreditado, de una de las sesiones de tortura. Me parece que la Alta Comisionada no debe tener ningún miedo a que se recuerde el nombre de su padre. Todo lo contrario. Aprovecharemos para recordarlo con honor.

Pero no permitamos que las salidas de tono de Bolsonaro consigan su propósito de distraernos del contenido del informe de la ONU: “Entre enero y junio de 2019, solo en Río y Sao Paulo se nos ha informado de 1.291 personas asesinadas por la policía”. Lo demás es vómito de tinta de calamar. Su lugar es el retrete, no el debate público.