Estoy terriblemente desubicado. Donde ayer había una camioneta de helados hoy hay un puesto de castañas. Es cierto que ambos stands respetan en su exterior la imagen y los colores de la empresa encargada del surtido de ambas delicias que, por otra parte, nada tienen en común, ni por su elaboración ni por su connotación. Me refiero a que yo no me veo con un cucurucho de castañas recién asadas paseando por La Florida cuando los termómetros amenazan con desbordarse ni con un polo de fresa mientras los osos polares se asientan en la ciudad para disfrutar del fresquito de los meses invernales. El contrasentido a esta sustitución de papeles es que el horno con forma de locomotora de ferrocarril de aquellas que se nutrían de carbón ha llegado cuando las temperaturas siguen rebasando los 20 grados con facilidad y el personal camina agobiado con los brazos repletos de todas las capas de ropa que se han tenido que ir quitando para poder respirar con algo de facilidad y no morir en un mar de sudor. Lo único cierto en esta paranoia es que el calendario sigue descontando fechas para acercarse a un nuevo cambio de hoja y que el cambio climático no facilita en absoluto mi bienestar mental, ya de por sí perjudicado por esta vida que Dios me ha reservado.